Piedad creció en un ambiente
donde cada mañana debía luchar con un jabalí para poder comer al
final de la jornada.
Tener al jabalí muerto en su
espalda, mientras lo llevaba a casa, no era garantía de que comería
esa noche. Sus habilidades incluían esconder al animal, cocinarlo y
comer de primera antes de que sus cuatro hermanos le arrebataran la
pieza. Y solo tenía nueve años.
A los ocho años de edad, su
padre se fue de casa a buscar tesoros en una nueva ciudad hacia el
Este. Quizás los encontró, pero nunca volvió. Su madre estaba muy
ocupada atendiendo a los hombres que entraban a la cabaña, cercana a
la muralla.
Así que, desde los ocho años,
Piedad estuvo sola contra el mundo y sus cuatro hermanos mayores:
Guillermo, Carlos, Patricio y Alberto. Pocas veces salían de
cacería, hasta que Pilar aprendió a cazar por su cuenta. Ahí
decidieron que la hermanita menor debía darles sustento a diario,
mientras que ellos pasaban buena parte del día en la taberna del
caserío, bebiendo cerveza y coqueteando con mujeres.
Por eso, a los 12 años, Piedad
ya había desarrollado las habilidades necesarias para irse a vivir
sola. Sin rumbo fijo, se adentró en el bosque, en sentido hacia la
gran ciudad, pero alejada del caserío apodado “Cochino Muerto”,
donde residía su familia.
La vida sola tuvo momentos muy
duros. Su primer hogar fue una serie de desechos que armó como una
vivienda, pero fue destrozado en medio de la noche por una manada de
rabiosas criaturas que Piedad apenas sobrevivió.
Luego se mudó a una cueva, pero
estaba lejos de cualquier sustento de agua, a diferencia de su
anterior residencia.
Frustrada, Piedad maldijo todo lo
que le rodeaba por su destino que parecía maldito. Pero encontró un
lugar donde refugiarse, en lo más alto de los árboles, empezó la
construcción de su nuevo hogar. El hecho de que estaba cerca de la
muralla, le ayudaba a mantener la construcción estable, sin
problemas con el viento.
A sus 15 años, ya era una mujer
formada, pero escondía su cuerpo bajo unas telas que había
encontrado en un campamento de mercaderes de cerdos que había pasado
cerca de su casa del árbol.
Sin embargo, tuvo un susto grande
cuando se cruzó por primera vez con un cazador de mutantes. El
hombre ya estaba de regreso con una bolsa llena de cabezas de
criaturas, unas tres o cinco había contado Piedad desde que lo había
vigilado acercándose a su casa del árbol.
Pero Piedad resbaló y el hombre
apareció ante ella en un pestañeo. En lo que vio que era una niña,
sus ojos se desorbitaron y su lengua apenas podía quedarse dentro de
su boca. El hombre agarró con fuerza a Piedad, le dijo que todo
pasaría rápido, que sería peor si ponía resistencia. Piedad le
mordió la mano al cazador y en el descuido, causado por el alarido
del hombre, tomó una piedra cercana a ella y le reventó el cráneo
a su atacante.
Después de respirar
profundamente, registró el cadáver del cazador. Miró sus
credenciales y vio lo que le parecía una leyenda hasta ese momento:
un pase para entrar a la gran ciudad.
Pronto junto sus cosas, tomó la
bolsa de cabezas de criaturas y se lanzó a la entrada de la ciudad.
Tardó tres días, caminando en el sentido del río que rodea la
muralla. Finalmente llegó el momento y tapó su rostro para que no
pudieran ver de que se trataba de una niña. Los guardias,
fuertemente armados, custodiaban el puente, donde se hacían largas
colas para entrar a la gran ciudad y había una multitud de mendigos
y exhiliados pidiendo entrar.
Piedad respiró profundo y entró
a la fila. Las personas que estaban a su alrededor, la mayoría
comerciantes de vegetales y carnes, se asqueaban por el olor que
expendía la bolsa de las cabezas que llevaba Piedad.
Cuando estuvo frente a la
entrada, enseñó su credencial temblando, aunque el guardia no
estaba muy seguro de que se tratara de la misma persona, decidió
apurar la entrada de Piedad a causa del mal olor en las cabezas.
Si la selva le había parecido
terrorífica unos años antes, la ciudad era un infierno de horrores
que se levantaba ante su mirada. El caos con el ruido de los
carruajes y los caballos en masa, la gente que cruzaba en manada por
las aceras, la basura sobre el asfalto y las paredes con palabras de
protesta contra El Gobierno.
“Algún día estallará la
burbuja”, leyó Piedad, en un muro firmado por LC.
Respirando profundo, Piedad
decidió centrarse en qué hacer ahora que estaba adentro de las
murallas. Se alejó en un callejón y pensó qué hacer. Vio la bolsa
de cabezas y supo que tenía que entregarlas ¿Pero a dónde? El
único rumor que sabía era que El Ministerio de Seguridad pagaba
bien por aquellos trofeos.
Piedad salió del callejón,
dispuesta a encontrar aquel lugar donde le darían a cambio oro. Miró
entre los carteles, pronto encontró una flecha hacia su destino “El
Palacio”, leyó y pensó que era el lugar indicado.
A medida de que avanzaba, dejaba
atrás el caos del tráfico y la gente. Los edificios ya no estaban a
su alrededor y el sol brillaba con fuerza. Las casas cada vez eran
más grandes y tenían hasta hermosos jardines en su frente.
Aunque tardó dos horas en llegar
a su destino, Piedad sintió que solo pasaron 15 minutos. Ahí estaba
ella, frente al Palacio. Que resultó ser un elegante edificio
blanco, alejado de cualquier vecino que estuviera a su alrededor.
Afuera habían caballos y carruajes estacionados. Sin lugar a dudas,
era un sitio que respondía a la calidad del nombre.
Al intentar entrar, fue detenida
por un hombre alto, de barba y calvo. Sus gordas manos tomaron a
Piedad por el brazo, gritándole que no era sitio para una mugrosa
del downtown.
El guardia la empujó y cayeron
las tres cabezas de la bolsa de Piedad. El guardia tembló como un
niño al ver la expresión de las criaturas sin vida, empezó a
gritar ¡Es una cazadora! ¡Es una cazadora!.
Un anciano iba saliendo del
Palacio, se acercó y ayudó a Piedad a levantarse, así como colocar
las cabezas de los monstruos en la bolsa.
“Estás perdida”, dijo el
anciano bajito, que usaba un bastón para caminar. “Este no es El
Palacio que crees que es. Aquí venimos los hombres a divertirnos con
señoritas”, rió picaramente el hombre.
“Vamos, sé a donde tienes que
ir”.
El hombre comenzó a caminar.
Piedad no sabía que hacer, pero era la primera persona que la
trataba con dulzura en muchos años. Quizás era la primera vez que
le pasaba.
“Mi nombre es Nakamura ¿Cuál
es el tuyo?”. Piedad no respondió. “Vamos, niña. Mi madre me
enseñó a nunca hablar con extraños. Así que si no sé tu nombre
no puedo ayudarte”.
“Piedad”, murmuró la
pequeña.
“¿Pilar?”
“No… no… Piedad”.
“Hola Piedad. Mucho gusto.
Mira, ya llegamos”.
Estaban frente a un edificio
pequeño, custodiado por guardias, similares a los que estaban fuera
de la muralla.
“Entra. Me tengo que ir”.
“No. No sé que hacer”, saltó
Piedad para ponerse en el medio del camino del viejo.
“Está bien. Vamos”.
Los guardias saludaron
animosamente a Nakamura. Le preguntaron que qué hacía de regreso en
el Ministerio de Seguridad. Nakamura le comentó que estaba ayudando
a su disipula a entregar cabezas por oro.
“¿Esa niña?” rió el más
robusto de los soldados.
“Esa es la niña que decapita”,
respondió Nakamura mostrándole el interior de la bolsa de Piedad.
Los guardias se pusieron
nerviosos y dejaron pasar sin más entretenimiento a los recién
llegados.
Adentro, había una cola de dos o
tres cazadores. No muchos. Lo cual resultó ser una ventaja para
Piedad que no quería separarse de Nakamura, quien quería salir
rápido de aquel lugar. El anciano le dijo que lo único que tenía
que hacer era entregar la bolsa a la mujer que estaba detrás de la
ventana, ahí le darían un número que cambiaría por oro en la
siguiente puerta.
Así fue. Menos de 20 minutos en
el proceso y marcharon con una gorda bolsa de oro.
Piedad brincaba de alegría.
“Aquí es dónde nos separamos.
Buena suerte con tu oro”, le sonrió una vez Nakamura y cuando dio
la vuelta, no pudo dar un paso más.
“No tengo donde quedarme”,
confesó Pilar. “Comparto mi oro con usted si me deja un espacio en
su casa, no quiero volver allá afuera”.
Nakamura vio hacia todos lados.
Llevó su mano a la boca de la niña. La inspeccionó otra vez: “Eres
una salvaje. ¿Cómo no he podido notarlo? Vamos rápido, si te ven,
te sacarán a patadas de aquí”.
Nakamura caminó tan rápido como
pudo. Piedad estuvo detrás de él todo el tiempo, con su bolsa de
oro y sus pocas pertenencias que tenía en la espalda.
Desde ese día, la vida de Piedad
cambió para siempre. Se convirtió en una sirvienta de Nakamura,
quien le entrenó para convertirse en una cazadora de verdad. Al fin
y al cabo, había que aprovechar esas habilidades naturales que ella
tenía para obtener más oro.
Debido a su poco peso, no sería
conveniente entrar a peleas cuerpo a cuerpo con aquellas bestias
radioactivas. Nakamura le enseñó más de 500 trampas para atrapar a
sus presas. Por si acaso, también le enseñó a defenderse con sus
manos. Y le regaló su trabuco, una pistola efectiva para la cacería
de estas bestias. Así como un bastón de madera que le ayudaría en
cada misión.
Los días de Piedad consistían
en levantarse antes de que saliera el sol para prepararle el desayuno
a su maestro. Luego tocaba una intensa sesión de ejercicios que
incluía correr 10 kilómetros como calentamiento. En el patio de la
casa de Nakamura, había un saco para golpear, así como diferentes
trampas para preparar las habilidades de la joven, que no paraba de
crecer.
A sus 25 años, ya Piedad poseía
una licencia propia de cazadora de criaturas, y un nuevo nombre
“Sweet Mercy”. Ya La Niña que Decapitaba había quedado atrás.
Aunque seguía teniendo un cuerpo
delgado y unas exhuberantes curvas que atraían las miradas de los
hombres que le rodeaban… solo que a ella no le interesaba ninguno
de ellos… hasta que conoció a El Trampa. Pero eso es parte de otra
historia.
Scott Nakamura
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