sábado, 23 de abril de 2016

La Niña que Decapitaba

Piedad creció en un ambiente donde cada mañana debía luchar con un jabalí para poder comer al final de la jornada.
Tener al jabalí muerto en su espalda, mientras lo llevaba a casa, no era garantía de que comería esa noche. Sus habilidades incluían esconder al animal, cocinarlo y comer de primera antes de que sus cuatro hermanos le arrebataran la pieza. Y solo tenía nueve años.

A los ocho años de edad, su padre se fue de casa a buscar tesoros en una nueva ciudad hacia el Este. Quizás los encontró, pero nunca volvió. Su madre estaba muy ocupada atendiendo a los hombres que entraban a la cabaña, cercana a la muralla.

Así que, desde los ocho años, Piedad estuvo sola contra el mundo y sus cuatro hermanos mayores: Guillermo, Carlos, Patricio y Alberto. Pocas veces salían de cacería, hasta que Pilar aprendió a cazar por su cuenta. Ahí decidieron que la hermanita menor debía darles sustento a diario, mientras que ellos pasaban buena parte del día en la taberna del caserío, bebiendo cerveza y coqueteando con mujeres.

Por eso, a los 12 años, Piedad ya había desarrollado las habilidades necesarias para irse a vivir sola. Sin rumbo fijo, se adentró en el bosque, en sentido hacia la gran ciudad, pero alejada del caserío apodado “Cochino Muerto”, donde residía su familia.

La vida sola tuvo momentos muy duros. Su primer hogar fue una serie de desechos que armó como una vivienda, pero fue destrozado en medio de la noche por una manada de rabiosas criaturas que Piedad apenas sobrevivió.

Luego se mudó a una cueva, pero estaba lejos de cualquier sustento de agua, a diferencia de su anterior residencia.

Frustrada, Piedad maldijo todo lo que le rodeaba por su destino que parecía maldito. Pero encontró un lugar donde refugiarse, en lo más alto de los árboles, empezó la construcción de su nuevo hogar. El hecho de que estaba cerca de la muralla, le ayudaba a mantener la construcción estable, sin problemas con el viento.

A sus 15 años, ya era una mujer formada, pero escondía su cuerpo bajo unas telas que había encontrado en un campamento de mercaderes de cerdos que había pasado cerca de su casa del árbol.

Sin embargo, tuvo un susto grande cuando se cruzó por primera vez con un cazador de mutantes. El hombre ya estaba de regreso con una bolsa llena de cabezas de criaturas, unas tres o cinco había contado Piedad desde que lo había vigilado acercándose a su casa del árbol.

Pero Piedad resbaló y el hombre apareció ante ella en un pestañeo. En lo que vio que era una niña, sus ojos se desorbitaron y su lengua apenas podía quedarse dentro de su boca. El hombre agarró con fuerza a Piedad, le dijo que todo pasaría rápido, que sería peor si ponía resistencia. Piedad le mordió la mano al cazador y en el descuido, causado por el alarido del hombre, tomó una piedra cercana a ella y le reventó el cráneo a su atacante.

Después de respirar profundamente, registró el cadáver del cazador. Miró sus credenciales y vio lo que le parecía una leyenda hasta ese momento: un pase para entrar a la gran ciudad.

Pronto junto sus cosas, tomó la bolsa de cabezas de criaturas y se lanzó a la entrada de la ciudad. Tardó tres días, caminando en el sentido del río que rodea la muralla. Finalmente llegó el momento y tapó su rostro para que no pudieran ver de que se trataba de una niña. Los guardias, fuertemente armados, custodiaban el puente, donde se hacían largas colas para entrar a la gran ciudad y había una multitud de mendigos y exhiliados pidiendo entrar.

Piedad respiró profundo y entró a la fila. Las personas que estaban a su alrededor, la mayoría comerciantes de vegetales y carnes, se asqueaban por el olor que expendía la bolsa de las cabezas que llevaba Piedad.

Cuando estuvo frente a la entrada, enseñó su credencial temblando, aunque el guardia no estaba muy seguro de que se tratara de la misma persona, decidió apurar la entrada de Piedad a causa del mal olor en las cabezas.

Si la selva le había parecido terrorífica unos años antes, la ciudad era un infierno de horrores que se levantaba ante su mirada. El caos con el ruido de los carruajes y los caballos en masa, la gente que cruzaba en manada por las aceras, la basura sobre el asfalto y las paredes con palabras de protesta contra El Gobierno.

Algún día estallará la burbuja”, leyó Piedad, en un muro firmado por LC.

Respirando profundo, Piedad decidió centrarse en qué hacer ahora que estaba adentro de las murallas. Se alejó en un callejón y pensó qué hacer. Vio la bolsa de cabezas y supo que tenía que entregarlas ¿Pero a dónde? El único rumor que sabía era que El Ministerio de Seguridad pagaba bien por aquellos trofeos.

Piedad salió del callejón, dispuesta a encontrar aquel lugar donde le darían a cambio oro. Miró entre los carteles, pronto encontró una flecha hacia su destino “El Palacio”, leyó y pensó que era el lugar indicado.

A medida de que avanzaba, dejaba atrás el caos del tráfico y la gente. Los edificios ya no estaban a su alrededor y el sol brillaba con fuerza. Las casas cada vez eran más grandes y tenían hasta hermosos jardines en su frente.

Aunque tardó dos horas en llegar a su destino, Piedad sintió que solo pasaron 15 minutos. Ahí estaba ella, frente al Palacio. Que resultó ser un elegante edificio blanco, alejado de cualquier vecino que estuviera a su alrededor. Afuera habían caballos y carruajes estacionados. Sin lugar a dudas, era un sitio que respondía a la calidad del nombre.

Al intentar entrar, fue detenida por un hombre alto, de barba y calvo. Sus gordas manos tomaron a Piedad por el brazo, gritándole que no era sitio para una mugrosa del downtown.

El guardia la empujó y cayeron las tres cabezas de la bolsa de Piedad. El guardia tembló como un niño al ver la expresión de las criaturas sin vida, empezó a gritar ¡Es una cazadora! ¡Es una cazadora!.

Un anciano iba saliendo del Palacio, se acercó y ayudó a Piedad a levantarse, así como colocar las cabezas de los monstruos en la bolsa.

Estás perdida”, dijo el anciano bajito, que usaba un bastón para caminar. “Este no es El Palacio que crees que es. Aquí venimos los hombres a divertirnos con señoritas”, rió picaramente el hombre.
Vamos, sé a donde tienes que ir”.

El hombre comenzó a caminar. Piedad no sabía que hacer, pero era la primera persona que la trataba con dulzura en muchos años. Quizás era la primera vez que le pasaba.

Mi nombre es Nakamura ¿Cuál es el tuyo?”. Piedad no respondió. “Vamos, niña. Mi madre me enseñó a nunca hablar con extraños. Así que si no sé tu nombre no puedo ayudarte”.
Piedad”, murmuró la pequeña.
¿Pilar?”
No… no… Piedad”.
Hola Piedad. Mucho gusto. Mira, ya llegamos”.

Estaban frente a un edificio pequeño, custodiado por guardias, similares a los que estaban fuera de la muralla.

Entra. Me tengo que ir”.
No. No sé que hacer”, saltó Piedad para ponerse en el medio del camino del viejo.
Está bien. Vamos”.

Los guardias saludaron animosamente a Nakamura. Le preguntaron que qué hacía de regreso en el Ministerio de Seguridad. Nakamura le comentó que estaba ayudando a su disipula a entregar cabezas por oro.

¿Esa niña?” rió el más robusto de los soldados.
Esa es la niña que decapita”, respondió Nakamura mostrándole el interior de la bolsa de Piedad.

Los guardias se pusieron nerviosos y dejaron pasar sin más entretenimiento a los recién llegados.

Adentro, había una cola de dos o tres cazadores. No muchos. Lo cual resultó ser una ventaja para Piedad que no quería separarse de Nakamura, quien quería salir rápido de aquel lugar. El anciano le dijo que lo único que tenía que hacer era entregar la bolsa a la mujer que estaba detrás de la ventana, ahí le darían un número que cambiaría por oro en la siguiente puerta.

Así fue. Menos de 20 minutos en el proceso y marcharon con una gorda bolsa de oro.

Piedad brincaba de alegría.

Aquí es dónde nos separamos. Buena suerte con tu oro”, le sonrió una vez Nakamura y cuando dio la vuelta, no pudo dar un paso más.

No tengo donde quedarme”, confesó Pilar. “Comparto mi oro con usted si me deja un espacio en su casa, no quiero volver allá afuera”.

Nakamura vio hacia todos lados. Llevó su mano a la boca de la niña. La inspeccionó otra vez: “Eres una salvaje. ¿Cómo no he podido notarlo? Vamos rápido, si te ven, te sacarán a patadas de aquí”.

Nakamura caminó tan rápido como pudo. Piedad estuvo detrás de él todo el tiempo, con su bolsa de oro y sus pocas pertenencias que tenía en la espalda.

Desde ese día, la vida de Piedad cambió para siempre. Se convirtió en una sirvienta de Nakamura, quien le entrenó para convertirse en una cazadora de verdad. Al fin y al cabo, había que aprovechar esas habilidades naturales que ella tenía para obtener más oro.

Debido a su poco peso, no sería conveniente entrar a peleas cuerpo a cuerpo con aquellas bestias radioactivas. Nakamura le enseñó más de 500 trampas para atrapar a sus presas. Por si acaso, también le enseñó a defenderse con sus manos. Y le regaló su trabuco, una pistola efectiva para la cacería de estas bestias. Así como un bastón de madera que le ayudaría en cada misión.

Los días de Piedad consistían en levantarse antes de que saliera el sol para prepararle el desayuno a su maestro. Luego tocaba una intensa sesión de ejercicios que incluía correr 10 kilómetros como calentamiento. En el patio de la casa de Nakamura, había un saco para golpear, así como diferentes trampas para preparar las habilidades de la joven, que no paraba de crecer.

A sus 25 años, ya Piedad poseía una licencia propia de cazadora de criaturas, y un nuevo nombre “Sweet Mercy”. Ya La Niña que Decapitaba había quedado atrás.

Aunque seguía teniendo un cuerpo delgado y unas exhuberantes curvas que atraían las miradas de los hombres que le rodeaban… solo que a ella no le interesaba ninguno de ellos… hasta que conoció a El Trampa. Pero eso es parte de otra historia.

Scott Nakamura


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