Plomo tenía en su mano un cartel
que le obsesionaba. Cada criatura era un trofeo. Pero esta tenía
algo singular.
Empezaba la temporada de cacería, en esa época del año, en escala Mularkey, la alerta estaba en 4.0 de un máximo de 5. Por lo que el número de criaturas había aumentado en los alrededores.
Pero esta bestia era diferente.
La ilustración mostraba como devoraba un cartel de tráfico
cuando se le vio la última vez. Y la criatura estaba cerca de la
ciudad. Estaba adentrándose a las ruinas del templo. Eso es
demasiado cerca a la muralla, para sus gustos.
Era una noche calurosa. No
soplaba nada de brisa. El silencio era sepulcral. Plomo sacó su
arsenal a la luz de las velas. Chequeó por segunda vez su pistola,
su rifle y su cuchillo de confianza.
Todo estaba a punto. El cuchillo
brillaba con hambre. Las balas estaban inquietas por salir del cañón.
Plomo repasó el mapa del
territorio hostil. Miró con detenimiento los senderos de los
transportes en los alrededores de las ruinas del templo. Ese rastro
de ídolos y basílicas que quedó marginado en el bosque cuando
estalló la Guerra Radioactiva.
Estudió el camino principal que
conecta la ciudad con el templo. Tenía una idea clara de donde
podría estar la bestia. Solo le tomó segundos en deducirlo. Es la
experiencia de conocer la costumbre de la presa.
Las criaturas prefieren las zonas
boscosas para que no les moleste el sol, beben agua en abundancia y
esperan pacientes alrededor de los caminos principales para comer
alguna víctima de turno.
Cerró el mapa.
Volvió a ver el cartel de la
criatura una vez más. Su impaciencia por eliminarla la desahogó con
el cuchillo sobre la imagen de aquella deformidad en dos patas.
Hay algo en esa bestia que le
inquieta. La intuición del cazador le dice que esta cacería le hará
cambiar para siempre.
Y el instinto de cazador, pocas
veces se equivoca.
El Maestro
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